Por: P. Jorge Alberto Camacho, S.J. | Jesuita y exdirector del Santuario de San Pedro Claver.
El 15 de enero de 1988 fue canonizado san Pedro Claver por el papa León XIII; 137 años después, el P. Luis Ortiz S.J. parece haber elegido la misma fecha para morirse, luego de casi treinta años de trabajo continuo en Cartagena de Indias.
Lucho llegó al Santuario de San Pedro Claver en 1996, a sus 59 años y herido de muchas batallas. Había transitado por diversos apostolados: sociales, educativos y pastorales, donde siempre se preocupó por los más pobres; en ellos –quizás por su carácter díscolo y rebelde– nunca permaneció mucho tiempo y terminaba siendo trasladado a otra misión por el provincial de turno.
Donde más tuvo estabilidad fue en la misión de la Guajira (1984-1988), la cual llevó con gran entusiasmo, insertándose en la cultura y haciendo un gran esfuerzo para aprender la lengua wayuunaiki, pero cuando ya sentía que empezaba a dominarla y a comprender vitalmente a sus interlocutores wayús, la Compañía de Jesús cerró dicha misión. ¡Duro golpe para sus esfuerzos misioneros!
De allí fue trasladado al Instituto Mayor Campesino (IMCA), donde sería testigo de un acontecimiento que marcó su existencia y lo sumió en una dura depresión: la masacre de Trujillo y en ella, la tortura y el asesinato cruel y despiadado del P. Tiberio Fernández, párroco de aquel municipio.
Años después, Lucho llegaría a Cartagena de Indias con el peso de la depresión por su experiencia en el Valle del Cauca, la memoria de empresas pastorales truncadas, el dolor de percibirse muchas veces incomprendido por sus superiores y su cuerpo deteriorado por los avatares misioneros, con diabetes y melanomas en su piel. La ciudad del Caribe lo fue sanando amorosamente; en el Santuario, Lucho encontró su madurez humana y espiritual, y se convirtió en el místico que conocí: Extraña mezcla de ángel, por su pureza de espíritu, santo, por su bondad y abnegación, y profeta del Antiguo Testamento, por su ira intransigente cuando veía alguna injusticia; por eso, una de sus discípulas más queridas, Gloria Escobar, con quien seguramente ya se habrá encontrado en la casa del Padre, lo bautizó: el místico furioso.
Su vida sencilla estaba repleta de cosas extraordinarias: tallaba cruces con una navaja en cualquier pedazo de madera, pintaba con óleo o con lápiz en distintas superficies, hacía caricaturas, componía poemas, tocaba su marimba, estaba enterado de las teorías de la física contemporánea… Pero toda su sabiduría no lo llenaba de ego; en las conversaciones, que con él siempre eran largas y deliciosas, preguntaba más de lo que hablaba y, sobre todo, escuchaba. Extensas y sentidas tertulias sobre cualquier cosa: rizomas, teoría de cuerdas, poesía, transdisciplinariedad, teología, política, etc. daban la impresión de que «quienes estábamos con él» conspirábamos contra algo; y en el fondo creo que sí, conspirábamos contra el paradigma del éxito y contra esta era de la razón estúpida, simplista y eficaz.
Lucho era una especie de Diógenes Laercio del siglo XXI, pues con su extrema austeridad y su humor sutilmente cínico se acercaba a cada persona con su lámpara para ver si descubría su filón de honestidad, incontaminado de vanidades. Pero al místico furioso le fue dado un don extremadamente raro y difícil de llevar; no era un místico de la Visión Beatífica, de la Presencia, sino más bien de la ausencia, un místico a quien le fue dada la visión del mal. No sabemos si el don le fue dado en algún arrobamiento o en un proceso paulatino de afinación de su discernimiento, pero esta visión era una carga pesada que le hacía percibir el mal, su fealdad, su manera de proceder, donde la mayoría de nosotros no lo percibíamos. Esto le hacía sufrir mucho, pero le sirvió sin duda para acompañar a muchísimas personas que acudían a él para la confesión, la asesoría espiritual, el apoyo discretísimo del pan para comer de cada día o para destramar los nudos más complicados y las heridas más hondas de sus vidas.
Su trabajo de acompañamiento y conversación espiritual le tomaba todo el día, tanto que a veces no subía a almorzar. Temiendo por su salud, una de sus acompañadas le sugirió entregar a los que fueran llegando una ficha con un turno, para que solo atendiera a los que humanamente fuera capaz; al principio hicimos diez fichas, pero como sus fuerzas se fueron menguando, tuvimos que reducir los turnos diarios a seis.
Muchas veces llegué a pensar que, si Cartagena no colapsaba del todo era porque en nuestra casa habitaba un místico furioso, tratando de contener con sus oraciones, su silencio y el ministerio de la reconciliación, las fuerzas del mal que comprendía como nadie puede hacerlo.
Ojalá su ejemplo nos dé, aunque sea un poco, su capacidad de tomar en serio la vida cristiana y la vocación, de no vivir mediocremente, pues como él decía: no basta con conocer, amar y servir al Señor, hay que conocerlo bien, amarlo bien y servirle bien, y no de cualquier manera.
Querido Lucho, amaste tan bien, que incluso en tu enfermedad animaste con tu fe a quienes te visitaron. Dos signos de resurrección, de tu período final, quedan en nuestra memoria: los vendedores ambulantes del centro haciendo un camino con sombrillas por la calle San Juan de Dios para que no te mojaras, porque estaba lloviendo, el centro estaba cerrado por la inundación y la ambulancia no podía entrar; y el de tantas amigas turnándose y peleándose las horas de cuidado en el hospital para nunca dejarte solo.
Tu voz profética de místico furioso se seguirá escuchando en nosotros después de tu Pascua, pero ahora iluminada con la Visión de Dios de la cual ya gozas.