Opinión| La espiritualidad ignaciana, de ojos abiertos

Por: P. Álvaro Gutiérrez, S.J.

Podemos decir que es una espiritualidad de los ojos abiertos.

Atentos a la realidad en la que nos encontramos, para interpelarla, según tiempos, lugares y personas con miras a hacerla cada vez más un lugar de encuentro con Dios, las demás personas y el medio ambiente.

Este análisis de la realidad no se da espontáneamente. Requiere atención. De ahí surge la necesidad del discernimiento: qué es lo que más conduce para realizar el bien, para el que fuimos creados.

Es un principio y fundamento: se requiere constantemente identificar las formas de nuestra acción que más contribuyen a lo que pretendemos. Deseamos que nuestra inteligencia sea iluminada por el Espíritu del Señor. De ahí la importancia que se le da al examen : momentos de atención a lo vivido, para corregir la trayectoria, si es necesario.

En un ámbito de fe cristiana, creemos que nuestras palabras, obras e intenciones están encaminadas para el fin para el que hemos sido creados. Y el Camino, la Verdad y la Vida no se dan fuera de Jesucristo. De ahí la importancia de mejor conocerlo, para amarlo y proseguirlo. Esta oración es continua.

De ahí la importancia de buscar y hallar a Dios en todas las cosas.

Es necesario desapropiarse de su propio amor querer e interés, para en todo amar y servir.

Nuestra espiritualidad es una espiritualidad de servicio, en la que cuentan más las obras que las palabras. Así lo entendió Pedro Claver.

Somos más dados a tomar el camino largo de la caridad, en vez del corto. Así lo explica Paul Ricoeur: El camino corto: darle un vaso de agua al sediento. El largo: Trabajar el orden de lo político, para que el poblado pueda tener agua potable en sus casas. Si los dos caminos no se excluyen, preferimos al largo porque el bien, mientras más universal es más divino.

En la espiritualidad ignaciana nos sentimos a gusto con San Ireneo (Obispo de Lyon, Francia) cuando afirmaba que la gloria de Dios es el hombre (y la mujer) vivo (a).

Por eso, tal vez algunas veces nos sentimos mejor en un plantón, en el que se exige el cumplimiento de los derechos humanos a gobiernos indolentes, que en largas horas de alabanza y palmoteo.

Durante largos años nos ha inspirado el eslogan: Ad maioren Dei gloriam. (A.M.D.G). Para la mayor gloria de Dios. Pero tal vez, ahora hemos entendido mejor que la gloria de Dios consiste en el respeto de la dignidad de la persona humana.

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